La diferencia entre ver y mirar viene a ser la misma que la existente entre oír y escuchar. El presente texto te propone una excursión pictórica en la que, además de ver y mirar, te concedas el lujo de contemplar. Y es que la tecnología de la fotografía digital permite la ampliación de la imagen captada de modo que un detalle pequeño puede apreciarse mejor, incluso, que ante el cuadro original. Es cierto que con ello se pierde la experiencia de lo real sacrificada ante la percepción de lo virtual, también es verdad que el cromatismo original se ve modificado con demasiada frecuencia, por no hablar de la posible manipulación de la imagen a través de programas infográficos diseñados para ello, pero no seamos ingenuos, estas cuestiones ya estaban presentes en la fotografía analógica. Quienes hemos estudiado el arte antes en los libros que en los museos, somos conscientes de las numerosas sorpresas al comparar, tiempo después, la obra original con su reproducción fotográfica. Sin embargo, voy a aprovecharme del admitido valor fedatario de la fotografía y de la cualidad casi microscópica de la tecnología digital para invitarte a recorrer el cuadro La Dríade (The Dryad), ejecutado durante los años 1884 y 1885 por Evelyn de Morgan, pintora prerrafaelista perteneciente a la vertiente simbolista derivada, fundamentalmente, de Edward Burne-Jones. Nuestro viaje detendrá en algún que otro momento su recorrido con paradas destinadas a captar mejor ciertos matices de especial interés plástico y simbólico. Y cuando al inicio del texto te proponía una excursión no exageraba, pues el cuadro nos traslada a un espacio cien por cien natural para revelarnos el espíritu que lo anima.
Evelyn Pickering (1855-1919) firmaba con el apellido de su marido en un tiempo en el que, a pesar de vivirse la primera oleada feminista, el valor social de una mujer dependía de su asociación oficial y legitimada con un hombre. Así, Evelyn se convirtió en artista por las enseñanzas de su tío, el pintor del círculo prerrafaelista John Roddam Spencer Stanhope, y potenció su vínculo con el Prerrafelismo al contraer matrimonio en 1885 con William de Morgan, diseñador que trabajaba para la Morris and Co. En suma, en una sociedad dominada por hombres, la estima de dos hombres hizo posible (o, al menos, facilitó) el aprendizaje y desarrollo artísticos de Evelyn. Una visita a Italia en los años 70 constituyó una experiencia fundamental en su formación pictórica. Allí quedó impresionada por las obras de Sandro Botticelli, su referente artístico principal junto a Burne-Jones, quien ya había asociado el árbol a la feminidad mitológica en el cuadro Phyllis y Demophon (1870), donde representaba a Fílide, reina de Tracia enamorada de Demofonte y transformada en un almendro por obra y gracia de las divinidades olímpicas, que pretendían así acabar con su sufrimiento sentimental ante la ausencia de su amado. A su regreso y enterado del destino de Fílide, Demofonte se abraza al árbol que, durante un instante, vuelve a cobrar forma humana. Árbol y mujer unidos formando un solo ser, pero de manera muy distinta a la opción elegida por Evelyn en el cuadro por el que nos vamos a pasear.
La Dríade no representa un ser humano metamorfoseado en árbol como Fílide, ni una ninfa como Dafne, transformada en laurel al huir de el acosador Apolo (por citar otro ejemplo célebre) sino un tipo de ninfa muy específico, un personaje procedente igualmente de la mitología griega, pero de naturaleza muy diferente. Algunas fuentes afirman que la mujer que posó como modelo fue Jane Hales, antigua niñera de la hermana menor de Evelyn, que luego pasó a trabajar como sirvienta y modelo habitual de la pintora. Sin embargo, en los escasos retratos fotográficos que se conservan de Jane Hales resulta casi imposible reconocer su rostro (y no digamos su cuerpo) en el de la ninfa representada en la pintura, lo que confirma que Evelyn de Morgan era el tipo de artista para quien los modelos solo sirven de ligera inspiración sobre la que aplicar un ejercicio de idealización física máxima, en tanto o mayor grado que la habitual en la obra de Dante G. Rossetti, Edward Burne-Jones o John William Waterhouse. El prerrafaelismo de Evelyn tenía más que ver con el de estos pintores que con el virtuoso hiperrealismo de William Holman Hunt o John E. Millais, y su “manierismo” resultaba tan particular e identificable como el de John Melhuish Strudwick.
Al profano en la materia esta obra le puede parecer un ejercicio más o menos gratuito de puro esteticismo, pero los iniciados son capaces de ver que, en este caso, la forma es el vehículo exquisito e inseparable de un contenido profundo, complejo y tan antiguo como el propio ser humano, pues las ninfas son seres de sexo femenino que ejercen de genius loci. El filólogo y especialista Claude Lecouteux define este concepto como “…un numen, un daimon ligado a un lugar preciso que le pertenece y al que protege contra toda incursión.”
El genius loci o “genio del lugar” puede serlo de un río, un lago, una roca, un puente, una casa, un bosque y, por supuesto, también un árbol. Con ello, se erigen en responsables de su protección, a modo de ángeles custodios de la tradición pagana.
Siguiendo a Lecouteux, una dríade sería una criatura agreste de sexo femenino, emparentada con otros genii loci del bosque, como Silvano (literalmente “el Señor del Bosque”) y, especialmente, las mujeres salvajes (agrestes foeminae) Artemis (o Diana, su equivalente aproximada en la cultura romana) y Dictimia.
Si optamos por una interpretación psicológica, “En el desarrollo de la personalidad, representan una expresión de los aspectos femeninos de lo inconsciente.”, entendiendo por “femenino” una categoría opuesta y necesariamente complementaria a lo “masculino”, trascendiendo la cuestión de la identidad sexual y genérica y trasladándose al ámbito más espiritual de lo simbólico, igualmente válido para pintores y pintoras, espectadores y espectadoras.
En todo caso, este mito procede en origen de una cosmovisión animista de la existencia, donde todo tiene alma, árboles incluidos:
“Así como el alma humana mediaba entre el cuerpo y el espíritu, el alma del mundo mediaba entre el Uno (que, como Dios, era el origen trascendente de todas las cosas) y el mundo material y sensorial. Los agentes de esta mediación recibían el nombre de dáimones (a veces escrito daemones); éstos, se decía, poblaban el Alma del Mundo y proporcionaban la conexión entre los dioses y los hombres.”
La literatura clásica es rica en su mención a las ninfas y, entre ellas, a las dríades:
“Servio, el comentarista latino de Virgilio, afirma que las Dríades son las ninfas que habitan en medio de los árboles, mientras que las Hamadríades son las que nacen y mueren con ellos, aquellas cuya vida depende de la del árbol; sin embargo, no sabemos hasta qué punto esta observación erudita de un autor tardío responde, de hecho, a la creencia popular. (…) las Dríades deberían ser, según indica su nombre, las ninfas de las encinas (…) pero lo cierto es que se las relaciona con todos los árboles en general.”
Recorramos ahora el lienzo en peregrina búsqueda de fruición estética e iluminación cognoscitiva prestando atención a los detalles que conforman su con junto. Son estos “pormenores” los que, lejos de ser accesorios, cumplen el papel esencial de determinar la identidad del personajes representado y corroborar o refutar lo acertado de su título.
El cuadro presenta un formato vertical donde el cuerpo de la ninfa domina sobre el resto de la composición, hasta el punto que el árbol se representa incompleto y el paisaje circundante es apenas sugerido por la línea del horizonte lacustre, la hierba cercana al tronco, las margaritas y un iris púrpura. Además, una lagartija sube por el tronco. El paisaje, pues, se sugiere a través de detalles que ejercen como atributo de un espacio irrepresentable por falta de espacio, valga la redundancia. El iris, además, nos sitúa estacionalmente en la primavera. El lagarto, animal de sangre fría que busca el calor del sol, podría simbolizar el alma en busca de luz, lo que quizás esté relacionado con la acción de la Dríade saliendo del interior del tronco, como comentaré más tarde.
Este árbol suele ser identificado como un roble o una encina (oak en inglés, en ambos casos), pero su follaje no ofrece la típica forma hendida y ondulada de las hojas de robles y encinas, lo que remite necesariamente a especies arbóreas muy concretas como el Quercus fusiformis, el Quercus polimorpha o el Quercus oleoides. No obstante, si consideramos que las dríades son ninfas asociadas especial aunque no exclusivamente a las encinas, entonces el árbol representado podría ser un Quercus ilex en su variante de hojas alargadas-ovadas. Con todo, quizás lo de menos sea identificar el tipo de árbol, pues la Dríade, como ninfa del bosque, puede serlo de cualquiera, así parece confirmarlo la etimología de su nombre, en griego δρυαδ, emparentado sin duda alguna con δρυξ, que significa árbol. Alexander Porteus explica claramente las diferencias entre Dríades y Hamadríades:
“Certain young and lovely Nymphs who dwelt in forests and groves were known as Dryads, and they were the companions and attendants of the huntress goddess Artemis. (…) As distinguished from the Dryads, who though having their abodes in trees and groves, were free to move about, was another class of beings known as Hamadryads, or purely Tree-Nymphs, who dwelt in trees, were believed to be part of the tree. In fact is was believed that the Hamadryad was female only to the waist, her lower extremities forming part of the trunks and roots of trees, much in the same way as the Mermaid was female to the waist. (…) When their tree withers and dies the Hamadryads also cease to be, and when their tree happens to be cut down, a cry of anguish escapes them as the axe descends.”
Por consiguiente, queda claro que título e iconografía empleada concuerdan con toda lógica, que la pintora fue consecuente con el folclore al que se remitía y el tipo de ninfa representada es una Dríade saliendo del árbol que le sirve de morada, no una Hamadríade como se afirma erróneamente en algunas páginas Web. La Dríade es el espíritu protector del árbol, su genio tutelar. La Hamadríade, en cambio, no es la guardiana del árbol sino uno de sus principios constitutivos, es decir, forma parte de su neumatología.
Como suele ser habitual en la pintura victoriana el pudor caracteriza la representación del cuerpo de la mujer, que aquí cubre sus senos cruzando los brazos en posición protectora y su pubis con el peplo (en el que Evelyn demuestra su dominio del drapeado) estratégicamente posicionado, lo que no evita la posible carga erótica sugerida por elementos que remiten a las parafilias. En este sentido, el erotismo se evidencia por los recursos de una agencia femenina (la de la pintora) que no duda en representar el cuerpo de una mujer como objeto de deseo sexual o, al menos, de contemplación estética, sin que ambas posibilidades se excluyan necesariamente, sobre todo porque la erotización de la Dríade obedece a estrategias elegantes y bastante comunes en una época en la que la hipocresía del puritanismo forzó la imaginación y estimuló una praxis sexual que por necesidad tuvo que enriquecerse con variantes y matices satisfactorias que, además, sirvieran de disimulo. Por un lado, resulta obvio que el erotismo es mayor cuando se ocultan las zonas erógenas principales, las consideradas universales, con el objetivo de que las partes corporales descubiertas estimulen la imaginación del espectador sobre lo que no consigue ver porque no se muestra. Por otro lado, una de las parafilias presentes en la época, el fetichismo, cobra especial protagonismo por dos vías bastante habituales en la pintura prerrafaelista: el abundante cabello femenino, aquí artísticamente trenzado y elegantemente recogido, y la exposición placentera de una de las piernas desnudas, que sirve de sendero que recorre nuestra mirada bien de manera ascendente hacia la zona pélvica cubierta por la tela, o bien en sentido descendente hacia el seductor pie de marcado empeine, perlado de dedos rematados con uñas pulimentadas. Pensar que la identidad sexual de la artista pueda contradecir el valor erótico de la representación sería caer en una lectura heteronormativa que negaría la posibilidad del deseo femenino hacia el cuerpo de una mujer. Independientemente de sus gustos y tendencias sexuales, la mayor parte de pintores y pintoras de la época eran muy conscientes de las sensibilidades existentes y del uso de los códigos de representación y sus posibles dobles lecturas. Que el personaje sea capaz de abandonar el árbol que habita, la identifica como Dríade y permite, a un tiempo, un tipo de representación más atractiva al público en general, por estimular consciente o inconscientemente un placer ligado a una libido reprimida por normas que contradecían conductas habituales, y atormentada por praxis que desviaban la atención de la censura, del mismo modo que el mago intenta distraer a su publico para que el truco pase desapercibido.
Nuestra excursión campestre finaliza regresando a la parada en la que se localiza la lagartija, que si bien podría ser un mero signo de la vida animal en armonía natural con la vegetal, yo me inclino, dado el simbolismo inherente de la praxis prerrafaelista, a interpretarlo como la representación del alma encarnada en busca de luz espiritual y dirigiéndose a su encuentro, pues como ninfa que es, la Dríade es una entidad espiritual que entra y sale de la materia (en este caso el árbol). El alma como fragmento desgajado del Espíritu universal, puede sentirse perdida, abandonada, durante su proceso de encarnación y entonces necesita la guía o consuelo del principio del que procede.
El animismo al que alude el cuadro es coherente con la visión amorosa que el Romanticismo en general y el Prerrafaelismo en particular siempre proyectaron haciaa la Naturaleza. En un tiempo, el nuestro, angustiado por el cambio climático y sus devastadoras consecuencias, se me antoja que La Dríade de Evelyn de Morgan podría invitarnos a apreciar que el alma no es cualidad exclusivamente humana, que todo lo que encontramos en la Naturaleza también la tiene y, con ello, podría activar en nosotros una sensibilidad inteligente que nos hermanara de nuevo con el ecosistema. Posiblemente esté forzando una lectura interesada, en cualquier caso el significado de una pintura no se agota en la intención inicial de su artista. Del mismo modo que lo hace la ninfa con el árbol que custodia, toda obra de arte es “re-animada” con el espíritu de quien la aprecia en el proceso de percepción estética.

Es Doctor en Geografía e Historia por la Universidad de Valencia, institución para la que trabaja como docente en el Departamento de Historia del Arte, donde imparte asignaturas de Historia del Cine y otros Medios Audiovisuales, así como la asignatura de Máster “Tecnología y estrategias de representación en el Cine Fantástico”. Colabora desde hace dos años en los ciclos de Cine organizados por el Museo San Pío V en Valencia. Su procelosa vida le ha llevado a caer en el vicio de especializarse en los campos del Prerrafaelismo, del Cine y del Ocultismo, tres de sus pasiones. La primera generó en su día el libro El Prerrafaelismo y su relación con la creación contemporánea (Institució Alfons El Magnànim, 2006; las otras dos han derivado en sus últimas publicaciones para la editorial Shangrila: La novia del Diablo (2019), Queer Horror. La deconstrucción del género y la sexualidad en el cine fantástico (2020) y La bruja. Una figura fascinante. Análisis de sus representaciones en la historia y el arte contemporáneos (2022), como coordinador en colaboración de Montserrat Hormigos. Es autor, también, de textos de ficción narrativa como Cuentos para la hora del té (Shangrila, 2021).